Diego Jaramillo Salgado

Diego Jaramillo SalgadoPor Diego Jaramillo Salgado

El surgimiento de las ideas liberales, base de la Democracia moderna, trajo consigo una definición de los fines del Estado, la política, los partidos, la justicia, la ética. Opuestas a las que les fueron precedentes, instauró su deber ser como forma de resolver las limitaciones a las libertades, al ejercicio del poder, a las conflictividades propias de los seres humanos en su vida individual y social. Lograr el bien común se asumió como conclusión racional de los individuos, en función de garantizar la superación de lo que entendían como ley de la selva en la disputa inevitable para sentido a la vida. Prácticamente, era la formulación de la comprensión o convicción de cada cual de la necesidad de ayudar a que la sociedad pudiera marchar en sana convivencia. Casi que entendida como cuestión de fe. Esta orientación dejaba de lado las relaciones de poder inmersas en toda práctica social, y el papel de los grupos económicamente dominantes para imponer sus intereses. De tal manera que, a través de ello, se establecieron fuerzas que direccionan el ritmo de las sociedades, sin importar el interés colectivo. Más bien, este se estructura como lo determinan aquellas. En parte, eso llevó a Marx a afirmar que “las ideas dominantes son las de las clases dominantes”. Es decir, su focalización en quienes mandan para seguir mandando. Entendido, posteriormente por el filósofo Gramsci como un “bloque de fuerzas” que imponen sobre la sociedad sus principios culturales, educativos, económicos, políticos y religiosos, bajo la forma de una hegemonía. No exenta de contradicciones; pero, estructuradas de tal manera que garantizan mantenerse al frente del proyecto social que imponen. Lo cual conduce a su contraparte para desestructurar aquello que deja por fuera a gran parte de la sociedad.  Por eso, entonces, cuando quienes ejercen esa dominación acuden a cuanto les es posible para sostenerse en ella y reproducirla, no hacen más que dar sentido a la lógica del poder. Pueden invocar los “bienes superiores”, la patria, el “bien común”, los intereses colectivos, la defensa de lo “público”, etc.; aunque, en la práctica, no sea más que una orientación hacia sus fines particulares. Utilizan a su antojo los medios de comunicación. Hacen de la economía lo que más les favorezca. Asignan o reasignan los presupuestos públicos para lograr sus objetivos. Atraen a sus redes a quienes otrora fueran sus enemigos. Introducen el misticismo religioso, así en su vida personal, privada, se mantengan distantes de sus principios. Presentan a sus opositores como la encarnación del mal, la anarquía o la destrucción, Acuden a la calumnia, la difamación, las falsas noticias, como lo afirma el Papa Francisco. En fin, ejercen su dominación.