La tarde era cálida y festiva. El sol bañaba el campo de juego con su brillo dorado, y las risas competían con los silbidos del viento. Era un encuentro sencillo, una reunión entre amigos y familiares, una pausa en la rutina para celebrar la vida con un balón como excusa. Pero el destino, siempre impredecible, tejía su propio guion.
Colapso
Vicente Cabrera Pastrana, un hombre de 56 años con espíritu deportivo y corazón entregado a los suyos, había sido uno de los primeros en llegar. Con cada pase, cada carrera, parecía olvidar los años y abrazar la juventud que alguna vez fue suya. Sin embargo, algo en su mirada cambió. Su respiración se volvió pesada, sus pasos más lentos. Y de pronto, sin un grito, sin una advertencia, se derrumbó sobre la tierra que tantas veces recorrió.
El tiempo se detuvo. Un suspiro colectivo cubrió el complejo recreativo ubicado en la vía que conduce a Morelia, en el Caquetá. El balón rodó hasta perderse entre la hierba, mientras los asistentes corrían, confundidos entre el miedo y la esperanza.
Desesperación
Las manos que antes sostenían cervezas y abrazos se transformaron en intentos torpes pero desesperados por reanimar a Vicente. Voces entrecortadas llamaban a emergencias. Miradas suplicaban un milagro. Pero el cuerpo tendido ya no respondía. Su corazón, ese que había entregado en cada juego y en cada gesto de amor, había dicho basta.
Las unidades médicas llegaron en pocos minutos, pero para entonces la tragedia ya estaba escrita. No hubo latido. No hubo retorno.
Ausencia
Lo que comenzó como una celebración terminó como un rito involuntario de despedida. Nadie entendía cómo un momento tan común podía transformarse en dolor tan profundo. El cumpleaños quedó congelado en el recuerdo de todos los presentes, con una ausencia que pesará por mucho tiempo.
Los hijos, los amigos, los compañeros de cancha, todos quedaron rotos ante lo inevitable. Porque a veces, la muerte no espera a que termine el partido. Simplemente entra, toma de la mano y se lleva a quien ama el juego más que a sí mismo.
La cancha, que tantas veces fue testigo de goles y risas, ahora guarda el eco de una despedida sin previo aviso. Vicente no alzó trofeos ese día, pero se fue como vivió: entregado, con pasión, y rodeado de quienes lo querían.