Por más experiencias que uno haya ido acumulando a lo largo de la vida, la muerte de alguien cercano siempre nos conmueve. Pero detrás de ese primero impacto cuando recibimos la noticia del fallecimiento de una persona que vemos frecuentemente sea en el ámbito familiar, laboral o de la simple cotidianeidad, lo que subyace es angustia, temor. Emerge una vez más la posibilidad real de que ‘podemos ser los siguientes’. Y no es tanto el hecho de vivir o morir, el temor en realidad está en desconocer lo que viene para nosotros, en la desintegración de esa identidad que uno construye en la interacción con la naturaleza y con los otros seres humanos. Es una idea tan desconcertante que no la aceptamos en su totalidad, pues siempre tiene que ver con los otros, nunca con nosotros mismos. A pesar de los adelantos científicos y de la racionalización de la idea de la muerte como un proceso natural, la muerte sigue siendo un tema en el que la inmensa mayoría de las personas prefiere no pensar.
Viejo fantasma
Y cuando alguien al que vemos cada día se va, la realidad de la mortalidad emerge como un viejo fantasma que a todos inquieta. Y es quizás esa especie de solidaridad emocional, de esa tristeza compartida por el fallecimiento de un semejante, lo que nos acaba devolviendo uno de los rasgos más profundos de nuestra condición humana: el dolor por la ausencia definitiva del otro.
Montilla
Muchas de estas sensaciones e ideas nos abrumaron con la muerte de un ser humano como Juan Manuel Montilla, ya hace más de dos años. De un día para otro lo dejamos de ver por la sala de redacción de este medio que visitaba casi a diario. Montilla a pesar de venir luchando con una salud precaria, con entradas al quirófano, con un corazón debilitado, era un hombre vital. Se ‘pateaba’ esta ciudad, cuyas calles lo miraban y lo extrañarán como a un viejo conocido, de sol a sol, literalmente, con el entusiasmo propio de un adolescente, con un semblante amable, con palabras esperanzadoras y cariñosas siempre en su boca.
Periodista
En la calle ejercía como un periodista de raza, de agenda y grabadora siempre dispuesta, a la caza de los acontecimientos del día a día, con el distintivo que lo certificaba como periodista, siempre a la vista, con orgullo. Educado con normas de urbanidad y decoro monolíticas de las que rezan que jamás uno debe ir a casa ajena con las manos vacías, siempre cargaba para obsequiar a sus amigos, unos dulces o una bolsa de pan. Sencillo, sin pretensiones, sosegado, nos alegraba el rato casi sin darse cuenta, en medio del trajín y el estrés de cada día. Nos duele y nos dolerá su ausencia, tardaremos mucho en habituarnos a ella o quizás no lo hagamos nunca. Montilla no pasó en vano por este mundo, lo recordaremos siempre.!!.